viernes, 16 de mayo de 2014

(6) El viento agita el canal (Le Somail-Homps)

La tranquilidad iba en aumento: nos sentíamos cómodos y hasta experimentados a los mandos de nuesros superbarcos. Tanto, que el bichero de proa se permitía cruzar los brazos mientras adelantábamos a un pato al que el capitán no quitaba ojo.

Lo que sentíamos en el Tournesol era extensible al Ravel, como se aprecia en la normalidad con que Víctor se manejaba.

Y la hora de cruzar puentes enanos, el capitan parecía estarle diciendo que se subiera, que él no se rebajaba a doblarse. Era nuestro estado de ánimo, aunque supongo que al final Alfonso optó por doblar la cintura. Genio y figura, pero sin pasarse. Pero el día acabaría poniendo las cosas en su sitio y recordándonos que pese a nuestra dilatada experiencia de unos días, aún nos quedaban (muchas) cosas por aprender. Y como casi siempre, el culpable de nuestras desdichas fue el puñetero viento.
Las incidencias por el vendaval fueron abundantes en la jornada. Antes de una de las esclusas nos acercamos a tierra para que bajaran las caberas, y luego no había forma de salir: el viento torcía el barco y los motores de proa no eran suficientes para enderezarlo. Se necesitaron varios intentos, pero se logró. Al momento, como prueba de que el día era complicado, salió volando la gorra del capitán: todo un presagio, pero el bichero de popa (Juanma) logró recuperarla. 

Al rato de salir hicimos una parada en un pueblecito, Argen-Minervois, tranquilo y agradable, con un recinto acastillado en lo alto. Dimos un paseo, ya que no había mucho que ver, y tomamos una cañita en una terraza. El día era agradable y bastante soleado.

No había nadie por las calles y notaréis la ausencia de Manolo, que quedó al cuidado de la flota... y sobre todo preparando la comida. Habíamos decidido mejorar el menú del mediodía cambiando la ensalada digamos normal por otra de pasta, y Manolo se ofreció voluntario.

En la terraza hubo un incidente, pero del que solo fuimos testigos. Al traernos el pedido, una camarera tropezó en un pequeño resalte del suelo, que era de tierra, y cayó de morros sin poner las manos. Quedó conmocionada y bastante magullada, pero poco a poco fue recuperando, aunque luego se dolía del hombro. Menudo trompazo.

Volviendo a la navegación, aparte de los guiris del montón como nosotros, en barcos multitudinarios, había otro turismo de más nivel en grandes barcazas como la que se ve saliendo del canal y pasando delante de nosotros. Diferencia, son enormes y llevan cuatro pasajeros normalmente (a veces seis) y otros tantos miembros del servicio: capitán, camarera, ayudante y lo que sea. Allí estos viajeros no tienen otra cosa que hacer que no hacer nada. Tomar el sol, ver el paisaje y creemos que mirarnos con cara de aburridos.

A nosotros no nos daban envidia: tenían aspecto de desear que pasen las horas y de tener demasiado tiempo sin nada en que ocuparlo. Bueno, había quien (quiena más bien) que sí mostraba su preferencia por este modelo, pero cuando le digamos lo que cuesta seguro que se apunta de nuevo al plan nuestro-de-andar-por-casa.


Al llegar a una de las esclusas del día, presenciamos la típica putada de los canales. Consiste en que cuando estás a punto de entrar en una esclusa te la cierran en las narices. Nosotros paramos, como se ve en la foto, con la elegancia habitual y los cabos equilibrados. Después entramos y vimos el lío desde dentro.
Se  trata del barco que se ve revirado, que estaba a punto de "esclusar" (el verbo es propio) pero el esclusero observó que venía detrás el Beatrice, la barcaza de pasajeros (ésos que pagan un pastón y por lo tanto, o por no se sabe qué, tienen prioridad en las esclusas) que se ve la foto inferior, y le obligó a parar y dar marcha atrás.

Lo intentó todo, pero no eran capaces de enderezar el barco y quitarse del medio de la trayectoria del Beatrice. Ante lo irresoluble de la situación, el patrón de éste último le hizo un gesto al esclusero para que lo dejara pasar. No le quedaba otro remedio.

En las siguientes fotografías podéis comprobar el ambiente en el interior de las esclusas, siempre viendo y oyendo el ruido del agua y aguantando los cabos.


Eso sí, las "caberas" tienen algún momento de tranquilidad, pero no los "caberos", ni mucho menos el capitán. Bueno, la verdad es que en un momento esclusa el capitán del Tournesol se relajó tanto que (tal vez porque era justo después de comer) se quedó frito en su puesto. Bajó la gorra y aparentemente la cosa no se notaba mientras el agua iba subiendo, pero alguien se dió cuenta y se aprestó a darle un súbito despertar que casi lo mata del susto. Resultó gracioso ver a toda la esclusa, franceses incluídos, muriéndose de risa.

En la imagen inferior se puede comprobar lo angosto de algunas esclusas, donde los barcos literalmente se tocan. Por primera vez pasamos una esclusa doble y nos resultó llamativo, era repetir dos vece seguidas la operación.
El del fondo, izquierda, de nombre Alicante, se convirtió en el terror del canal para nosotros. Reunía dos características: sus tripulantes eran unos inútiles del copón y su tranquilidad no tenía límites. Lentos, con el barco siempre a su libre albedrío, descontrolado, pero sin agitarse para nada. Y en las esclusas, nada de desembarcar a nadie antes para recoger los cabos. Ni mucho menos. Al llegar los tiraban a ojo hasta que encestaban y eso retrasaba la entrada de los demás. Intentamos por todos los medios separarnos de ellos, pero al final siempre acababan a nuestro lado. Y nos golpeaban sin siquiera poner cara de "lo siento". Como si fuera lo habitual. Los vimos tan perdidos (ellos no, ellos se veían normales) que nuestras caberas terminaron ayudándoles a sujetar sus cabos. Creo que nos pasamos de amables.
Con esta forma de actuar, en el interior de la esclusa golpeaban a los demás barcos, pero sin inmutarse. Cuando nos pasaba a nosotros (rara vez) se nos hundía el cielo, pedíamos disculpas y, sobre todo, poníamos todos los medios para evitarlo. Ellos nada, como si fuera la forma natural de navegar en el canal. Atracaban habitualmente de oído: PATAPLÓN...y entonces paraban.


Al final pasamos la esclusa y llegamos a Homps, donde el atraque fue diferente. En vez de hacerlo en línea (con terminología automovilística, que seguro que no vale) tocó en batería, mucho más complicado, pero la verdad es que a Alfonso y sus muchachos nos salió de maravilla. Cuando llegamos el Ravel ya estaba colocado, con lo que, además de la experiencia de Álvaro, tenían más espacio para maniobrar.


Y después, lo de siempre. A Porota le recomendó un paisano el restaurante En bonne compagnie y fue una buena elección, quizás la mejor de la semana y eso que en general fueron buenos. Tomamos cosas como pollo "au plein air" (criado suelto), cordero a la marroquina con especias y cus-cus, un estupendo plato vegetariano con garbanzos y puré de patata. Y luego a meditar en el silencioso puerto a la luz de la luna. 

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